jueves, 4 de noviembre de 2010

Día de muertos en el Istmo de Tehuantepec

Por Macario Matus


La costumbre española de dejar el Día de Muertos, pan y vino sobre la tumba de sus deudos, revivió entre los zapotecas su rito ancestral. Esta coincidencia histórica sor­prendió a los religiosos que llegaron con la Con­quista y querían desaparecer tales prácticas o al menos implantar las suyas para sus propósitos de cristianizar.
Un día Francisco de Burgoa, el más estudioso de la cultura zapoteca (realizó el primer vocabulario de la lengua zapoteca en 1578), sorprendió a un zapoteca orando sobre el altar donde había puesto comida, fruta y agua para su muerto, el amoroso fraile recibió esta res­puesta: “ya sé, padre, que los difuntos no comen carne, ni hue­vos, pero cuando vie­nen, se ponen encima de los manjares y chu­pan toda virtud y sus­tancias que necesitan y lo que dejan no la tienen ni es provecho, y si esto no es así, ¿Por qué consentís voso­tros a los españoles que a vuestros ojos pongan en las iglesias sobre el ara pan, vino y carnero? Esto ocu­rrió allá por 1600. Los antiguos zapote­cas tenían un cemen­terio en donde llevaban a los caídos en la guerra y allí los enterraban con ritos especiales, según si eran nobles, héroes o simples ciudadanos. Iban al hombro de los vivos y los lanzaban en una abertura de la tierra que se llamó Mictlán o Yóo Báa (lugar de los muertos en náhuatl y lugar de descanso, en zapoteco).
Cuando moría un emperador zapoteca, llevaba su mejor prenda, sus mejores armas y muchas veces algún súbdito suyo pedía ser enterrado con su amo. Le ponían toda suerte de imple­mentos y objetos de uso común para su otra vida. Porque los zapotecas creían que esta vida no acaba en la tierra sino con­tinúa hacia el más allá, donde todo es esplendor.
Era una fiesta a morir, para ello entregaban comida, bebida y las prendas más adora­das. Debía conducir­lo el señor de las tinie­blas: el murciélago que sabía correr, ca­minar y volar por los laberintos del sub­mundo. Lo acompa­ñaban en su última morada al toque de la música de chirimías, caracoles, flautas y sonidos de percu­sión.



Después de muertos, venían de tiempo en tiem­po a la tierra a visitar a sus amigos y amores terrenos. Los vivos pagaban la visita a las tumbas. Tenían los zapotecas conocimientos astrológicos y observaban los fenómenos celestes y astronómicos. El año solar consultado en el Tona­lámatl (igual que en el calendario azteca, donde estaba cifrado todo conocimiento humano) era de 260 días y el otro año astronómico era de 360 días. El año solar de 260 días se llamó Piyé y ahora es Biyé o Bíi Guié. O sea, la matriz del tiempo, raíz de la eternidad, duración de un tiempo, cíclico. El regreso a vivir nuevamente. Morir y revivir. La fecha fue aprovechada por los religiosos para usarla en el mes de noviembre, mes de los fieles difuntos, mes de los santos (Béeu Xhanndú; mes de muertos). Mes de las flores amarillas (Bíi Guié; Bíi es vida; Guié, flor que se abre, tiempo que se inicia). La Conquista se con­sumó con hechos coincidentes, por ello los zapo­tecas de ayer aceptaron tales ceremonias.
Tenían los días en que los niños volvían a la tierra, luego los jóvenes y los ancianos. Los más antiguos en morir venían primero, los que habían muerto recientemente no les daba tiempo de retornar para el día de muertos. La comida ya sin su esencia se ofrecía a los forasteros, visitantes o amigos que llegaban a visitar al hogar del finado. En la actualidad esas noches de noviembre se convierten en una romería con alimentos y vino. Los muertos se enrolan con los vivos en plena calle. Las casas se llenan de flores amarillas. En el pórtico penden cocos, hojas de plátano, fruta de toda clase, panes. Adentro de la casa se instala un altar o ara que puede ser a manera de escalinata y, a los lados, grandes macizos de horcones sostienen una especie de tapias donde cuelgan las flores y frutas. Algo como el paraíso. Abajo están puestos los panes y las bebidas. Todo ello confeccionado por los amigos y familiares de los difuntos. Hay rezos. De día acuden las mujeres y sus esposos. Cuentan los hechos fastos del muerto y, recuerdan sus andanzas, anécdotas, subidas de color pornográfico.
Cuando una fruta cae de la ornamentación de flores o se apaga una veladora y un enhiesto cirio parpadea sorpresivamente prueba que el difunto llegó. Nadie debe hablar ni mirar o juzgar el hecho porque el muerto se espanta y regresa de donde vino. Se sabe que si el muerto no tiene oportunidad de comer la fruta, tendrá un ciclo de penitencia.
Si a un muerto no se le atiende debidamente, no se le recibe con la confección de un altar digno, no se le pone su tamal favorito o su mezcal excelente, será alma en pena y, el culpable de tal olvido e incumplimiento, soñará cosas todavía más horrendas. Si fue lo contrario, el muerto se va feliz a su morada. Un muerto no se olvida fácilmente. Al otro año volverá más encantador el difunto.
El mes en que empieza otro ciclo de vida y muerte es el de marzo, según el conteo de los veinte y trece números míticos. O sea, en la semana santa, que también fue aprovechada por los misioneros españoles para instaurar sus caprichos religiosos y convertir a los indios que eran “creaturas manejadas por Luzbel”.
Quienes sabían de estos secretos eran los Colanis, que formaban sectas de sabios en astronomía. Fueron objeto de aprehensiones, torturas y muerte, con tal de no practicar tales herejías. No obstante, todo está incólume como en aquellos tiempos. La ofrenda de muertos en el Istmo de Tehuantepec aún recuerda la fiesta de muertos de los antiguos zapotecas.



Tomado del libro: En México los muertos también tienen su fiesta. 1990. Coedición de Socicultur, D.D.F., El Juglar editores y Casa de la Américas, La Habana Cuba, con la colaboración de la Dirección general de Culturas Populares, CNCA. México.

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